TIEMPOS DESGARRADOS POR LA ÓPTICA: SUPERVIVENCIAS EN EL ARCHIVO DE ALEJANDRO KUROPATWA

“No habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido”
Jacques Derrida[1]

 

Alejandro Kuropatwa (Buenos Aires, 1956-2003), fotógrafo ineludible de los años ochenta y noventa en Argentina, desarrolló el grueso de su producción enfrentado a la certeza inminente de su propia muerte, de su propia finitud. Con la noticia de su diagnóstico VIH positivo en 1985 y el deterioro de su salud, su trabajo adquirió cualidades que son posibles de vincular a esa amenaza y se sostuvieron hasta la aparición del cóctel de medicamentos antirretrovirales que significó la esperanza de una sobrevida. A través de la fotografía, en su doble condición de medio artístico y documento, Kuropatwa construyó un archivo que conserva la memoria subjetiva de su práctica y su experiencia personal, pero también el testimonio histórico de toda una época. Este texto propone abordar su acervo a partir de las relaciones entre fotografía, archivo, memoria y muerte.

Alejandro Kuropatwa, Me pregunto por qué tengo que contar esto, de la serie Treinta dias en la vida de A. (1990)

Si la pregunta que atañe a un primer acercamiento a los archivos y colecciones personales de artistas -tal como propone Cintia Mezza en este mismo sitio del Archivo Filoctetes- es: ¿Qué guardan los artistas?, la extiendo para pensar el caso que nos ocupa: ¿Qué guardan lxs fotógrafxs? ¿Qué guarda un artista que vive con la conciencia permanente de que en cualquier momento puede morir? Y si la fotografía es acaso una forma de guardar, ¿qué cosas, momentos, personas, busca atesorar?

Hacia 1998 Kuropatwa manifestaba la existencia de su archivo, con carpetas de negativos en donde acumulaba y ordenaba el resultado de su proceso de trabajo. En una entrevista con la crítica Victoria Verlichak, por aquel año, sostenía: “En el comienzo todo era fotografía. Yo era una cámara permanente. Todo lo fotografiaba, todo. Vivía con una cámara encima, ahora vivo con pockets. Fotografío, tiro, rompo y elijo una, y después la archivo. Para llegar a una muestra de 15 piezas, por ejemplo, quedan en el camino muchísimos rollos. La investigación es muy larga, me lleva mucho tiempo. Tengo un archivo organizado con más de 20 carpetas con más de 200 folios, de ocho tiras de negativos, cada una”[2].

Esas veintidós carpetas conforman el núcleo central de su archivo que, desde su muerte, se conserva bajo la custodia de su hermana Liliana Kuropatwa. Las carpetas, convertidas ahora en cajas debido a una actualización de la guarda según los criterios vigentes de conservación preventiva, contienen negativos blanco y negro, negativos color, diapositivas, contactos y copias fotográficas de pequeño formato. Según la clasificación que él mismo estableció, se encuentran agrupadas por temas y áreas de trabajo como: Estudios FIT y Parsons School of Design; Investigación personal en EE.UU.; Muestras individuales; Exposiciones colectivas; Retratos de estudio; Trabajos con modelos; Trabajos de publicidad; Rock; Charly García y Viajes, entre otros. Solo este rotulado da indicios del recorrido de su trayectoria y sus principales actividades: además de su formación en Nueva York y las series que realizaba para exhibir casi todos los años, Kuropatwa desarrolló una intensa carrera como fotógrafo profesional en el campo de la fotografía publicitaria, especialmente para la empresa familiar de productos de cosmética, y también en el retrato de artistas y músicos de rock, siendo autor de numerosas imágenes icónicas de la cultura popular, como el afiche promocional de Cómo conseguir chicas con Charly arrojando flores o la contratapa de Amor Amarillo de Gustavo Cerati.

En el archivo se conservan además otros materiales como piezas fílmicas, periodísticas, catálogos de exposiciones, algunos objetos utilizados en instalaciones y performances, parte de su biblioteca, ropa y objetos personales. Como sucedió con muchos archivos fotográficos en el país, frente a la ausencia de instituciones y políticas públicas programáticas, la conservación y el sustento depende de la voluntad y el esfuerzo de individuos o familiares que asumieron la responsabilidad de preservar esa memoria. Una primera catalogación fue realizada en 2004, al poco tiempo de su muerte, por lxs historiadores del arte Alicia Romero y Marcelo Gimenez, trabajo fundamental que es la base de nuestros registros actuales y la guía del orden original con algunos devaneos posteriores. Desde 2014, hemos trabajado en la reconstitución de ese orden,  descripciones detalladas de los documentos, la actualización de los materiales de guardado y la digitalización de gran parte de los negativos. Hemos recibido asesoramiento de equipos del Archivo General de la Nación y de profesionales en conservación fotográfica como Clara Tomasini y el Estudio Heinrich Sanguinetti, y fuimos beneficiarixs del programa de Mecenazgo Cultural de la Ciudad de Buenos Aires con el que desarrollamos un libro de próxima publicación.

Kuropatwa junto a Fernando Noy y Batato Barea, en una foto dedicada por Noy, (c.1990)

El abordaje de las imágenes y documentos que integran el archivo permite vislumbrar el modo de trabajo del artista, sus exposiciones, su mundo social, así como las vinculaciones con colegas e instituciones. Con una personalidad festiva y carismática, amante de la noche y de la fiesta, Kuroptawa tuvo una gran inserción en la comunidad artística porteña de la posdictadura. Amigo de Batato Barea, Fernando Noy, Liliana Maresca y otras figuras del under, su archivo está poblado de retratos, registros de viajes y encuentros cotidianos de lxs protagonistas de ese momento efervescente. También permite conocer, a través de los materiales, las condiciones de posibilidad de su obra. Existe, por ejemplo, una vasta cantidad de negativos y diapositivas de formato grande o medio, que por su alto costo eran poco habituales entre fotógrafxs de su generación y más usuales en el ámbito de la fotografía publicitaria. Ya sea por su actividad profesional en este campo como por su posición socioeconómica, Kuropatwa tuvo un acceso privilegiado a estos recursos de los cuales pudo servirse en su práctica artística, así como la posibilidad de estudiar en Nueva York o la disponibilidad de cámaras, luces y equipamiento de calidad, e incluso una amplia paleta de colores de fondos sinfín que traía del exterior. De la misma manera, la escala de las impresiones que podían llegar hasta dos metros, -algo inusual para la escena fotográfica porteña de la época-, y que, según sus testimonios en ocasiones copiaba en laboratorios en el extranjero, revela un artista que contó con los medios para acompañar sus búsquedas ambiciosas.

A diferencia de los archivos personales de artistas que desarrollaron su actividad en otras disciplinas, los archivos de fotógrafxs tienen la particularidad de que por ser las fotografías artefactos complejos, los productos resultantes de su práctica son siempre susceptibles de ambigüedad, abiertos a una multiplicidad de usos y sentidos entre lo real y lo poético, lo artístico y lo científico, que pueden ser abordados desde distintas concepciones, espacios de circulación y campos del conocimiento. Como sostiene Anna María Guasch, la fotografía ha estado vinculada al archivo desde su nacimiento. En tanto producto de la modernidad en el contexto positivista del siglo XIX, su capacidad de documentar la realidad, de clasificarla y de ampliar los registros de la visión la volvió un instrumento fundamental para las ciencias naturales y sociales. “Con la fotografía la realidad se hace más fragmentable -sostiene Guasch- y se ordena en unidades de distinta densidad de significación, pero siempre registral, que posibilita su minuciosa clasificación”[3]. Okwui Enwezor considera a la cámara fotográfica como una “máquina de archivo”[4] y a toda foto un registro de archivo, porque conserva la apariencia de un enunciado único vinculado a un referente de existencia indiscutible. Para Enwezor, la fotografía contemporánea utiliza el archivo para explorar la relación entre la imagen, el tiempo y la memoria, desafiando la objetividad del documento y la autoridad de las narrativas oficiales. Concibe el archivo contemporáneo no como un sistema completo y cerrado sino como un espacio de fragmentación y discontinuidad.

Jacques Derrida teoriza sobre la noción de archivo a partir del psicoanálisis y encuentra en ella una paradoja constante que explica desde el concepto freudiano de pulsión de muerte, a la que denomina “mal de archivo”. El archivo para él se compone de un deseo simultáneo de conservar y al mismo tiempo destruir: “No habría mal de archivo sin la amenaza de esa pulsión de muerte, de agresión y de destrucción”[5], afirma. Recuperando esta lectura, Guasch sostiene que hay un modo en que opera el archivo contemporáneo en la producción artística que “acentúa los procesos derivados de las acciones contradictorias de almacenar y guardar, y a la vez, de olvidar y destruir huellas del pasado, una manera discontinua y en ocasiones pulsional según un principio anómico (sin ley)”[6].

Entre las obras de Kuropatwa, encuentro una aproximación a estas ideas contemporáneas del archivo, en especial en aquellas series que desarrolló a comienzos de los años noventa, cuando su salud se deterioraba de manera considerable a causa del SIDA. Hasta entonces era posible identificar en su práctica un predominio de fotografías de estudio, tomadas con cámaras de formato grande o medio, que retomaban los géneros tradicionales de la pintura como la naturaleza muerta, el desnudo o el retrato. Entre 1990 y 1996 su trabajo adoptó, en cambio, un registro más directo, que asume su valor testimonial, inclinándose por el uso de cámaras pequeñas de 35 mm que le permitían cargarla con facilidad y tenerla a disposición para fotografiar en cualquier momento de su vida diaria. En este período, la referencia autobiográfica, su intimidad y su subjetividad se instalaron en el centro de su producción, lo que se hace explícito en la utilización reiterada de su nombre en los títulos. Como en la escritura de un diario íntimo, el artista afirmaba su identidad volviendo la mirada sobre su propio mundo.

Alejandro Kuropatwa, Nada más que la lente de la cámara, de la serie Treinta dias en la vida de A. (1990)

En la serie Treinta días en la vida de A. (1990) Kuropatwa se dedicó a capturar frenéticamente su entorno cotidiano, para elaborar un relato de su rutina, de sus amigxs, de su vida privada. Las fotografías fueron tomadas con rollos que se encontraban vencidos y, con la decisión expresa de respetar los rastros del deterioro de la película, los procesó hasta resultar en películas sintéticas formato 35 x 28 cm que se montaron en cajas de luz. De esta manera, los backlights resaltaban el daño, las rayas, los faltantes, así como las azarosas gamas de colores viradas a azules y ocres que aparecieron en el proceso. La selección de las treinta y dos fotos que integraron la muestra en la galería Ruth Benzacar fue realizada por la curadora Martha Nanni, quien le otorgó también los títulos a cada imagen: textos por momentos poéticos, por otros descriptivos, que se presentaron junto a las obras en la sala ambientada con música instrumental de Fito Páez y que luego se tradujo en un libro y una pieza de video.

La reunión de las imágenes no sigue un orden narrativo, más bien propone una yuxtaposición de fragmentos discontinuos, una colección de situaciones y momentos detenidos. Ya desde el título, denota la intención de clasificar la realidad y establecer un tiempo propio. Nanni sostiene en el libro-catálogo: “El título encierra una paradoja: momentos muertos por el gatillo de una cámara fotográfica. Tiempo inmovilizado, inventario de situaciones”[7]. Kuropatwa parece producir un archivo de su propia existencia, un registro contado de sus días. La coincidencia con el deterioro de su salud no es casual, ante la amenaza de la muerte y del olvido primaba una urgencia por registrarlo todo. El efecto del daño a causa del estado de la película tiñe las imágenes de un tono melancólico y ominoso, les otorga una capa de distancia como si fueran recuerdos velados, porciones de la memoria en camino a ser olvidadas.

Kuropatwa en su muestra Treinta días en la vida de A., Galeria Ruth Benzacar, Buenos Aires (1990)

Según sostiene Guasch, hay en la noción de archivo dos principios inherentes: por un lado, la conservación de la memoria para preservar historias subjetivas y colectivas y, por el otro, la destrucción y la muerte, las fuerzas del “mal de archivo”. Estos trabajos reúnen y ponen en tensión ambos principios. Kuropatwa utiliza la fotografía como una manera de detener el discurrir del tiempo para conservar el recuerdo, pero a la vez evidencia la fragilidad de ese soporte y de la memoria que contiene, factible de perderse. La serie puede interpretarse como metáfora de un cuerpo vulnerable, tan frágil y precario como la misma materialidad fotográfica. A través de la indagación en el deterioro de los negativos, parece evocar la conciencia de la finitud de su cuerpo ante la cercanía de la muerte, de un presente fútil, de un mundo que se desvanece. Sobre esta serie, Kuropatwa afirmaba: “Encierro una historia. Tiempos desgarrados por la óptica. Dicen que no se corresponde con el desarrollo del relato, pero cada fotografía es el presente que me mira”[8].

Roland Barthes ya había vinculado la fotografía con la muerte a partir del encuentro de una imagen infantil de su madre fallecida. En su revisitado texto La cámara lúcida sostenía que la particularidad de lo fotográfico radica en su condición conjunta de realidad y de pasado. En ese sentido, la fotografía es testimonio de que “esto ha sido”, de que algo existió, pero ya está muerto. Para lxs teóricxs de la fotografía de los años ochenta como Barthes, pero también Philippe Dubois y Rosalind Krauss, la esencia de la fotografía se hallaba en esta cualidad indicial, en su capacidad de ser huella material de lo real. Con la necesidad de dejar un testimonio de sus días, Kuropatwa recuperaba ese valor, pero al mismo tiempo traicionaba el contacto con el referente y a través del tratamiento del material se distanciaba del registro directo de la realidad para incorporar otros sentidos poéticos.

En las series que le siguieron, continuó explorando su autorrepresentación mediante una fotografía que se encuentra más cerca de la instantánea o del álbum familiar, producida de forma rápida y accesible para conservar un recuerdo, que de la fotografía de estudio cuidadosamente trabajada. En estas series también se valió de la foto como testimonio, pero para ejercer sobre las impresiones otros procedimientos que la alejaban del mero registro, adquiriendo importancia la forma de organizar, distribuir y acumular las imágenes. En Marcha Kuro Marcha, exhibida en el Centro Cultural Rojas en 1992, trabajó con fotografías de revelado instantáneo, -una técnica menospreciada por las posiciones dogmáticas de la fotografía artística-, con las que compuso montajes fotográficos sobre passe-partout de color marrón. Las fotos registran situaciones de viajes, flores, paisajes, hoteles y niños jugando, entre otras escenas. En las diez obras que integraban la muestra, ubicó en el centro de la composición una fotografía blanco y negro obtenida a través de un proceso de reproducción, debajo de la cual dispuso un conjunto de polaroids cuya cantidad y distribución variaba en cada caso. Combinaba así diversos procedimientos, como aquellos de la imagen central resultado de la fotocopia, refotografiado y copiado, pero también la disposición, el pegado y el montaje de los elementos sobre el soporte. El contraste entre las fotografías a color y la imagen en blanco y negro que perdió nitidez en las sucesivas etapas del proceso, así como la reunión de tiempos y lugares diversos, no establecen un hilo narrativo sino que funcionan por yuxtaposición, adquiriendo significancia la sintaxis y la forma de organizar las imágenes que refuerza su carácter incompleto.

Alejandro Kuropatwa, Serie ¿Dónde está Joan Collins? (1994), registro de un detalle de la obra en la muestra Cuatro docenas de calas, Museo Palacio Dionisi, Cordoba, 2022

En 1994 presentó, también en el Rojas, la exposición ¿Dónde está Joan Collins? que consistía en una gran instalación con más de 200 fotografías en las que Kuropatwa registraba, una vez más, situaciones en apariencia triviales de viajes y de su mundo privado, retratos, paisajes, objetos y escenas domésticas. Si en Treinta días en la vida de A. se intuía un deseo por conservar la memoria de sus días, ahora la extensión del conjunto intensificaba la sensación de avidez por capturarlo todo. La obra estaba constituida por fotografías blanco y negro de pequeño formato enmarcadas del mismo tamaño, que se colgaron todas torcidas, amontonadas sin orden ni temporalidad aparente. En el catálogo de la muestra, Carlos Moreira afirmaba: “Una profunda unidad sensible los hermana, la despedida que hacen desde el pasado como pañuelitos en la punta del muelle. Pañuelitos azotados por el mismo viento melancólico que, hace un instante, ha cruzado el salón desordenando las fotos, intentando arrastrarlas como a hojas secas [9]. La disposición sobre el muro acentuaba de esta manera la naturaleza endeble del dispositivo fotográfico y el carácter transitorio de la memoria. Al mismo tiempo, adquiría importancia la lectura fragmentaria del conjunto, en el que cada foto, cada momento se presentaba con el mismo valor, como parte de un mismo universo imposible de retener en su totalidad. La propuesta espacial parece así en consonancia con la lectura de Hal Foster que encuentra entre las características distintivas de las prácticas artísticas con archivos cierta preferencia por la instalación, a la que adjudica una espacialidad no jerárquica. Kuropatwa parecía desplegar esta concepción archivística mediante la acumulación indiscriminada de fotos, que se presenta como un recorte pero podría continuar infinitamente.

Alejandro Kuroptwa, Contactos de negativos 35mm tomados durante un viaje a Salta en 1993, incluidos en la serie ¿Dónde está Joan Collins?

Francisco Lemus propone la micropolítica como una clave para pensar el lugar que adquirió la subjetividad y lo personal en las representaciones del arte argentino de los años noventa atravesadas por el avance del VIH, y señala la intensidad del hacer, la búsqueda de la belleza y el “afianzamiento de las relaciones con lo más próximo”, como formas de resistencia ante la cercanía de la muerte, como una manera de “anclarse a la vida”[10]. Los trabajos que Kuropatwa realiza en esta etapa de su producción, coincidente con los momentos más críticos de su salud, están marcados por esa necesidad imperiosa de producir y de atender a su mundo más cercano. La fotografía, en su capacidad de registrar lo real, le sirve como herramienta para elaborar un archivo de su vida íntima y encontrar en la belleza un amparo.

El tono íntimo, triste y reflexivo que prevalece en esta etapa de su obra, así como la necesidad de testimoniar su vida, cedió de manera evidente con la aparición del tratamiento para el VIH anunciado en la XI Conferencia Internacional del SIDA en Vancouver en 1996. Ese año Kuropatwa realizó Cóctel, una serie de fotografías que registraban su toma diaria de pastillas, dispuestas en una cuchara, junto a un vaso, en sus pastilleros o sobre los pétalos de una rosa. Si hasta entonces Kuropatwa no hacía referencias explícitas a su enfermedad en su obra, Cóctel abordó la problemática de manera directa, aunque sosteniendo el relato en primera persona. Es su nombre el que se lee en las etiquetas de los pastilleros o su propia boca la que ingiere la píldora salvadora. Copiadas en gran formato y con un trabajo muy cuidado del color, las fotos hacían uso de los códigos visuales del lenguaje publicitario para atraer toda la atención sobre las pastillas y retratarlas como objetos de lujo. Ya no son fotos rayadas y obscuras, registros evanescentes del presente, sino imágenes de belleza clásica, luminosas y festivas. Su obra adoptó desde entonces el color vibrante y los grandes formatos, estrategias formales que utilizó para indagar en otros temas más allá de lo autobiográfico. Difícil no ver este punto de inflexión en su trabajo sin pensar en la transformación que significó el tratamiento en su vida.

Las de Kuropatwa son imágenes de supervivencia. Primeramente la suya, que desde su diagnóstico tuvo una sobrevida de 18 años. También la de su comunidad, aquel grupo de artistas que encontró en el hacer creativo una forma de sostener la existencia, y la de un momento histórico atravesado por el terror de la peste. Sus fotos están marcadas -recuperando sus propias palabras- por una temporalidad desgarrada. Su cámara, ese dispositivo óptico complejo, le sirvió de instrumento para atesorar un presente que rehuye, una mirada que se reconoce en proceso de destrucción. En su archivo sobrevive ahora su memoria. Guarda el testimonio íntimo de su existencia, de su mundo, de su experiencia. Permite ver aquello que no mostró pero eligió conservar, allí donde es posible observar los otros días en la vida de A.

Alejandro Kuropatwa, Serie Cóctel, 1996

 

MERCEDES CLAUS (Buenos Aires, 1984) Licenciada en Artes Visuales por la Universidad Nacional de las Artes, Maestranda en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano en la Universidad Nacional de San Martín. Es docente en la Facultad de Artes de la Universidad del Museo Social Argentino. Ha formado parte de proyectos de investigación dedicados al arte contemporáneo. Entre 2007 y 2013 trabajó en el equipo de programación y producción del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Desde 2013 está a cargo en la galería Vasari de la producción integral de exposiciones. Desde 2014 es responsable además de la gestión del Archivo fotográfico de Alejandro Kuropatwa. Como curadora independiente, ha realizado exposiciones en diversas instituciones y galerías del país, como Fundación Andreani, Museo Palacio Dionisi, BA Photo, entre otras, e integró el equipo curatorial de Simbiología. Prácticas artísticas en un planeta en emergencia en el Centro Cultural Kirchner.

 

[1] DERRIDA, Jacques, Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Editorial Trotta, 1997, p.27

[2] VERLICHAK, Victoria, “Alejandro Kuropatwa: Sólo por hoy” en El ojo del que mira. Artistas de los noventa. Buenos Aires, Fundación PROA, 1998, p.166

[3] GUASCH, Anna Maria, Arte y Archivo 1920-2010. Genealogías, tipologías y discontinuidades, Madrid: AKAL Arte Contemporáneo, 2011, p.27

[4] ENWEZOR, Okwui, “Archive Fever: Photography between History and the Monument” en Archive fever: Uses of document in contemporary art, (cat. exp.) Nueva York: International Center of Photography, Steidel, 2008, p.12

[5] DERRIDA, Jacques, op. cit. p.27

[6] GUASCH, Anna María, op. cit., p.15

[7] NANNI, Martha, Alejandro Kuropatwa. Treinta días en la vida de A. Buenos Aires: Ediciones Ruth Benzacar, 1991 p.9 (el subrayado es mio)

[8] KUROPATWA, Alejandro, “Fotografías: La luz argentina”, en Babel. Revista de Libros, Dossier, Buenos Aires, noviembre de 1990, p.29

[9] MOREIRA, Carlos, Alejandro Kuropatwa. ¿Dónde está Joan Collins? (cat.exp). Buenos Aires: Centro Cultural Ricardo Rojas, 1994, p.2

[10] LEMUS, Francisco, “Arte y vida: los años noventa en argentina”, en Imágenes seropositivas. Prácticas artísticas y narrativas sobre el vih en los años 80 y 90, Buenos Aires: EDULP, 2021, p.42